La seguridad como resultado de un consenso político: Yucatán
En los pasados 14 años, a medida que la violencia criminal ha crecido y se ha expandido a lo largo del país, Yucatán ha llamado la atención como un remanso de paz que reporta de forma consistente niveles de homicidios similares a los de países europeos. Este “excepcionalismo yucateco” ha dado lugar a numerosas especulaciones. De acuerdo con una línea de pensamiento, la paz en Yucatán es el resultado de meras características estructurales, como el relativo aislamiento geográfico, que no pueden replicarse en otros estados. Aunque la geografía y otros factores estructurales contribuyen, me parece que la clave para entender la seguridad en Yucatán debe buscarse en otras variables.
En Yucatán as an Exception to Rising Criminal Violence in Mexico, publicado recientemente en el Journal of Politics in Latina America, Shannan Mattiace, del Allegheny College de Pennsylvania, y Sandra Ley, del CIDE, exploran con rigor otras variables, menos obvias pero tal vez más importantes, que es necesario tomar en consideración para construir una explicación más completa del caso yucateco.
Algunos investigadores han explorado la hipótesis de que el alto grado de cohesión social ha sido un factor crítico que ha contribuido a evitar que la violencia criminal prolifere en comunidades indígenas. Sin embargo, el caso yucateco –contrario a lo que podría pensarse– no confirma esta hipótesis. Después de Oaxaca, Yucatán es el segundo estado con mayor porcentaje de hablantes de lengua indígena. Sin embargo, como apuntan Mattiance y Ley, en contraste con las comunidades indígenas de Oaxaca o Chiapas, los mayas de Yucatán prácticamente no recurren a instituciones indígenas de gobierno desde la Guerra de Castas que sacudió al estado a mediados del siglo 19.
Aunque las autoras utilizan conceptos más complejos, me parece que en el núcleo de su argumento enfatizan que en Yucatán encuentran un valioso consenso político. Este consenso implica que todas las fuerzas políticas, y todas las autoridades relevantes han estado de acuerdo en hacer lo necesario para mantener la paz en el estado.
Un primer factor que ha hecho posible este consenso es que, a pesar de diferencias partidistas, en las últimas décadas no se han registrado confrontaciones directas entre el gobierno federal y el gobierno de Yucatán. A diferencia de lo que ocurrió en estados gobernados por el PRD, como Michoacán, en Yucatán la gobernadora priista Ivonne Ortega Pacheco mantuvo un buen entendimiento con Felipe Calderón. De igual forma, el actual gobernador, el panista Mauricio Vila Dosal, ha guardado siempre una relación cordial con Palacio Nacional (de forma ilustrativa, Vila no se integró a la Alianza Federalista que reunió a varios gobernadores de oposición, incluyendo a la mayoría de los panistas, durante la primera mitad del sexenio de AMLO).
Sin embargo, más importante que el buen entendimiento con la Federación, en Yucatán parece existir la confianza, entre las diversas fuerzas de la clase política local, en que –más allá de sus diferencias– todos los actores políticos relevantes buscan mantener la paz y la seguridad en el estado. El rasgo más notorio de esta confianza es la continuidad del mando en la Secretaría de Seguridad del estado. Luis Saidén ha encabezado la dependencia durante las administraciones de los priistas Ivonne Ortega Pacheco y Rolando Zapata, y continuó en el cargo con Mauricio Vila. Por su parte, el director de Seguridad Pública en Mérida, Mario Arturo Romero, ha permanecido en el cargo desde 2012, y ha colaborado ya con cinco alcaldes distintos. Esta continuidad, que en Yucatán se vive como parte normal de la vida institucional de las policías, actualmente es impensable en otras entidades federativas (no me hubiera imaginado, por ejemplo, a Claudia Sheinbaum ratificando al secretario de Seguridad de Miguel Ángel Mancera).
La confianza en que la seguridad está en manos de profesionales, con relativa neutralidad política, no sólo ha permitido que los mismos titulares se mantengan en el cargo durante varias administraciones. Por un lado, esta confianza favorece que en Yucatán opere uno de los mandos únicos más consolidados del país. Por otro lado, la permanencia de los mismos mandos contribuye a la construcción de policías con un horizonte temporal amplio, lo cual es una condición fundamental para su profesionalización (mucho más que el cumplimiento con certificaciones o programas de capacitación). No es casual que sistemáticamente Yucatán aparezca como uno de los estados donde la población confía más en la policía.
El texto de Mattiace y Ley nos recuerda que la clave para entender la crisis de violencia en México es esencialmente política. En alguna medida se trata de una conclusión alentadora. La paz en Yucatán no es un mero producto de la geografía o del perfil de la población. Por lo tanto, construir un modelo de seguridad similar no está irremediablemente fuera del alcance de los estados que tienen condiciones geográficas o sociales menos favorables. Sin embargo, en la mayor parte de las entidades federativas, los ingredientes que han sido críticos para resguardar la paz en Yucatán –un mínimo consenso político en materia de seguridad y la convicción de que todos pueden confiar en las corporaciones policiales– parecen hoy más lejanos que nunca.